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Bomba atómica, tiburones y el desenlace del crucero pesado USS Indianapolis


Eomer

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Me pareció una lectura interesante y por ello comparto.

 

http://www.elmundo.es/cronica/2017/08/31/59a4632046163f96628b4612.html

 

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Los cadáveres nunca encontrados del USS Indianápolis

 

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La primera vez que tropecé con esta historia debía tener 12 o 13 años y tengo que reconocer que por la emoción del momento pasó casi desapercibida para mí. Era una noche fría de invierno y estaba viendo Tiburón, la mítica película de Steven Spielberg. Siendo apenas un adolescente estaba tan fascinado con la historia de aquel gigantesco escualo que devoraba todo lo que se cruzaba en su camino que casi no reparé en el monólogo que Quint, el cazador de tiburones, les regala en medio de la noche a sus compañeros a bordo del Orca, el navío en el que están embarcados. Si han visto la película seguro que recuerdan la escena.

Durante unos minutos, y hasta que el tiburón de la película embiste al pequeño pesquero, Quint desgrana con la mirada perdida que él es uno de los pocos supervivientes del USS Indianápolis y que por ello su relación con los escualos es tan visceral. Sólo años más tarde, en un ulterior visionado, me quedé con el nombre de aquel buque de guerra de la II Guerra Mundial y descubrí, para mi asombro, que se trataba de una historia real astutamente colada en la película por sus guionistas. Pero será mejor que empecemos por el principio, para entender esta apasionante aventura con final trágico y por qué se la cuento hoy.

Nos vamos a julio de 1945. En Europa, Alemania se ha rendido tras el suicidio de Hitler y los rusos se pasean por las ruinas de Berlín. Japón, asediado por las bombas y las derrotas consecutivas, está de rodillas pero se niega a rendirse, aunque todo el mundo sabe que el final de la guerra en el Pacífico es cuestión de tiempo. El 16 de julio, el USS Indianápolis está atracado en un muelle de Mare Island (California), preparándose para volver al combate después de unas reparaciones. Es un crucero pesado de la clase Portland, uno de los barcos más grandes de la armada estadounidense, si exceptuamos los portaviones y los inmensos acorazados de la clase Iowa.

Súbitamente, el muelle donde está atracado el Indianápolis se ve rodeado por miembros de la policía militar fuertemente armados, para asombro y desconcierto de su tripulación incluido el comandante del buque, el contralmirante Charles Butler. Un grupo de camiones empieza a descargar en el muelle unas enormes cajas de madera forradas con plomo, bajo la vigilancia feroz de un grupo de científicos. Sólo entonces, mientras las cajas son embarcadas en el crucero, le dan sus instrucciones.

Esas cajas son un proyecto de alto secreto y debe transportarlas a toda la velocidad posible hasta Tinian, una diminuta isla en el Pacífico desde donde despegan los B-29 que están bombardeando Japón. Aunque Butler no lo sabe, lo que están subiendo a bordo de su barco son las piezas más grandes y el material fisionable de Little Boy y Fat Man, las dos primeras bombas atómicas de la Historia. El resultado del Proyecto Manhattan está siendo acomodado en las bodegas del Indianápolis, que deberá cruzar el Pacífico en solitario y a toda la velocidad de sus hélices, en una misión secreta para entregar los artefactos en la isla sin ser detectado por los japoneses.

Butler frunce el ceño y protesta. El Indianápolis es un barco relativamente viejo y lento (tiene 15 años), su tripulación es muy novata tras la última rotación de personal y lo más importante, no dispone de los últimos adelantos en guerra submarina, lo que hace ese viaje en solitario muy peligroso, pero sus quejas caen en saco roto. El Indianápolis es el único crucero pesado disponible en la costa Oeste y el tiempo apremia. Además, la Marina Imperial japonesa ya ha sido reducida casi por completo a un montón de chatarra, por lo que un encuentro hostil es sumamente improbable.

Esa misma noche, el Indianápolis zarpa hacia Tinian, en silencio de radio y con el máximo de los secretos. Nadie sabe a dónde va ni cuando volverá, ni siquiera el Alto Mando Central de la Marina en el Pacífico. Tan sólo diez días más tarde, el 26 de julio, deposita su mortífera carga en su destino, para alivio del contraalmirante Butler, al que habían instruido que en caso de riesgo de naufragio debía mandar aquella misteriosa carga hacia el abismo.

El Indianápolis inicia entonces su camino de vuelta a casa, todavía en el mayor de los secretos. Los responsables del Proyecto Manhattan no querían despertar la más mínima sospecha entre los japoneses, así que el crucero debía volver a Estados Unidos tal y como fue, en solitario y pasando desapercibido. Y esa fue su perdición.

La noche del 30 de julio era excepcionalmente clara, con luna llena y algunas nubes en el horizonte. El USS Indianápolis navegaba por algún lugar entre la isla de Guam y Leyte. Horas antes, cansado de avanzar en zigzag, el contraalmirante Butler había dado la orden de trazar el rumbo en línea recta para ahorrar tiempo y combustible. En todo el viaje de ida y en lo que iba de vuelta, no habían visto un solo buque japonés y se sentía confiado. Si hubiese mirado a unos 600 metros por la banda de estribor, quizás su confianza se habría resentido, pero no lo hizo y eso selló el destino de su barco.

El I-58 era un submarino japonés clase B3, comandado por el capitán Mochitsura Hashimoto. El I-58, uno de los últimos buques operativos de la otrora orgullosa Marina Imperial, había conseguido escurrirse entre la densa red de destructores americanos hasta aquella zona cuando de repente tropezó con la enorme silueta solitaria del Indianápolis. El capitán Hashimoto no lo dudó ni un instante y ordenó lanzar seis proyectiles en abanico contra el coloso que surcaba las olas a su proa. A las 23.35, dos torpedos impactaron contra el crucero, que ni siquiera había detectado al submarino japonés, mientras éste se escabullía a toda velocidad temiendo ser destruido por una inexistente escolta de destructores.

Dos explosiones sacudieron la noche. En apenas 12 minutos, el Indianápolis se tumbó de costado por estribor, entre crujidos y llamaradas. El hundimiento fue tan rápido que no hubo tiempo de arriar los botes salvavidas, que se fueron al fondo del océano, junto con 316 de los 1.196 tripulantes del crucero.

La mañana del 31 de julio alumbró un trozo del desierto del Pacífico en el que flotaban 880 supervivientes del Indianápolis, amarrados a un puñado de balsas improvisadas. La mayoría estaban desnudos y por la premura del hundimiento muchos ni siquiera tenían chalecos salvavidas. Flotaban en grupos, sujetos a los escombros que el naufragio de su barco había dejado a flote. Aunque conmocionados por el torpedeo, la moral era aún alta. Sabían del eficiente sistema de rescate que la Marina de los EEUU había desarrollado en el Pacífico y creían que tan sólo sería una cuestión de horas hasta ser rescatados. Pero el contraalmirante Butler y algunos de sus oficiales rumiaban en silencio la terrible verdad. Lo cierto es que nadie tenía la menor idea de su paradero. El Indianápolis no había compartido su posición con el Alto Mando ni había mantenido ningún tipo de contacto por radio y nadie les esperaba en su muelle de destino hasta muchos días después. En medio del caos de la guerra podrían pasar semanas antes de que alguien los echase de menos y para entonces ya sería demasiado tarde. Pero lo cierto es que sus problemas tan sólo acababan de empezar.

Con la llegada de los rayos del sol aparecieron los primeros tiburones. Eran una mezcla de tiburones oceánicos de puntas blancas y tiburones tigre, que nadaban en círculos curiosos alrededor de aquella masa humana que flotaba semisumergida en mitad de ninguna parte. Con el paso de las horas, atraídos por el ruido y el olor de sangre de los heridos, el número de tiburones alcanzó varios cientos, patrullando en círculos cada vez más estrechos. En cuanto los náufragos divisaron las primeras aletas el pánico corrió como el fuego, pero el entrenamiento recibido evitó que se desatase el caos. Los casi 900 supervivientes se agruparon en pequeñas unidades de diez personas alrededor de todo objeto que estuviese a flote, de forma que cuando un tiburón se acercase desde cualquier dirección lo pudiesen ver. Entonces el grupo entero debería empezar a gritar y chapotear con fuerza para asustar al escualo. En teoría, esto debería funcionar. En la práctica, como descubrieron al cabo de unas horas, era totalmente inútil.

Durante tres largos días con sus tres largas noches, los náufragos del Indianápolis vivieron una aterradora pesadilla. Dejen volar su imaginación y pónganse en su lugar por un momento. Está usted agarrado a un trozo de madera, junto con otros nueve compañeros. Está deshidratado (no ha bebido agua dulce en días), quemado por el sol y sufre de hipotermia. Sus manos agarrotadas apenas tienen fuerza para sostenerle y ha visto cómo algunos marineros de otros grupos cercanos al suyo han sucumbido a la locura y se han dejado ir a la deriva o, peor aún, han atacado a sus compañeros antes de ser ahogados en defensa propia.

Su mente delira y mientras tirita de frío piensa en su casa, su familia y en sentir tierra firme bajo los pies, cuando de repente oye un grito débil al otro lado del tablón al que se aferra y ve un par de aletas que se dirigen hacia usted a toda velocidad. Grita y chapotea con las pocas fuerzas que le quedan y las aletas se sumergen. Respira aliviado, pero entonces el hombre a su lado emite un grito desgarrador y se sumerge, arrastrado por algo enorme y oscuro que le roza al pasar. Cuando su grito se desvanece, sólo queda un reguero de sangre diluyéndose en el mar y usted mira al hueco vacío, calculando cuándo será su turno.

«Podías oír gritar a los chicos, especialmente a última hora de la tarde» contaba en una entrevista Woody James, un superviviente que murió en 2005. «Parecía que los tiburones estaban más activos al anochecer. Todo estaba en silencio, y de repente oías gritar a alguien y sabías que un tiburón se lo había llevado».

La mañana del 2 de agosto, un avión de reconocimiento antisubmarino descubrió un puñado de puntos negros flotando en el mar junto a una enorme mancha de petróleo, pero tuvo que alejarse por falta de combustible. Horas más tarde (que suponemos interminables para los supervivientes) un hidroavión Catalina amerizó entre los náufragos y se llevó a los 56 heridos más graves. Esa misma noche un destructor recogió a los restantes náufragos. El recuento fue demoledor. De los 880 hombres que habían sobrevivido al hundimiento, tan sólo quedaban 316 con vida. Cerca de 500 habían perecido a causa del sol, la deshidratación y el ataque de los tiburones. Los supervivientes aún no eran conscientes de que habían sido parte de una de las más estremecedoras tragedias navales de la historia.

20 de agosto de 2017. El millonario Paul Allen, uno de los fundadores de Microsoft, anuncia a bombo y platillo que ha encontrado el pecio del navio, del que nadie sabía su paradero, en el Mar de Filipinas, a 5.500 metros de profundidad. Se resuelve por fin uno de los últimos misterios navales de la guerra, pero para los 22 tripulantes que todavía están vivos significa algo más importante: ahora, por fin, podrán ahuyentar a los fantasmas que llevan 70 años gritándoles en la noche.

 
 

Edited by Eomer
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Buen relato, pero solo una pequeña pega...

 

On 31/8/2017 at 7:08 PM, Eomer said:

Me pareció una lectura interesante y por ello comparto.

 

http://www.elmundo.es/cronica/2017/08/31/59a4632046163f96628b4612.html

 

 un hidroavión Catalina amerizó entre los náufragos y se llevó a los 56 heridos más graves.

 

 

El Catalina no se llevo a nadie (de hecho, como comprendereis todos, seria imposible que levantase el vuelo con 56 heridos). Lo que hizo el hidroavión fue amerizar y cargar a tantos hombres como pudo para mantenerlos a salvo de los escualos. La orden era sobrevolar la zona y lanzar botes hinchables y suministros a los supervivientes, pero cuando el piloto, Lt. Marks, vio el panorama no espero y se arriesgo a amerizar en el mar, dañando por cierto el avión durante el proceso tras varios botes a causa de las olas. Cargo a tantos como pudo, principalmente a aquellos que estaban más debiles, subiendolos incluso a las alas y espero la llegada de los buques de auxilio.

 

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